PALABRA DE HONOR

Àlvaro Antonio Claro Claro

!Puta vida! Exclama Remigio medio dormido, tanteando en la oscuridad, sobre el asiento que mantiene al lado de la cama. Es la madrugada del viernes y sabe que solamente le quedan tres cigarrillos de la última cajetilla de pielroja; la provisión de diez paquetes normalmente le alcanza para la semana, pero las últimas noches de insomnio, preocupado por la suerte de su familia y por el fuerte verano que terminará arruinando la cosecha, lo obligan a encender un cigarrillo tras otro.

Con resignación, raspa la mechera, enciende un cabo de vela y uno de sus últimos cigarrillos. Tendido en la cama aspira con fuerza el humo y lo deja salir por la nariz, poco a poco, formando pequeños círculos azulados que se pierden en la noche. Aprendió a jugar de esta manera para entretenerse en las horas de soledad-.

No creo que pueda resistir sin fumar hasta el sábado -piensa con angustia-.

Son tres horas de camino hasta pueblo a comprar otros paquetes pero sabe que no puede aplazar el riego y la fumigación de la cebolla que ya está para doblar y es cuando necesita más agua para que engruese. Vive solo en un pequeño rancho de paja; su mujer y sus tres hijos debieron quedarse a vivir con sus suegros desde que lo echaron de la policía y tuvo que dedicarse a la agricultura como amediero, en la finca de Don Esteban. Han transcurrido dos largos años de fuerte trabajo y escasamente logra pagar el fiado en la tienda de doña Sofía y los intereses del préstamo que le hizo la Caja Agraria. Todos en la familia creen que está medio loco por enterrarse en esos rastrojales, en medio de la nada, donde hasta las pulgas se mueren de tristeza. La agricultura es un trabajo para burros le aseguran en cada oportunidad que los visita. Remigio se enfurece y les dice que está dispuesto a hacer lo que le toque para educar a sus hijos, así sea llevarse media humanidad por delante a punta de puños si se hace necesario para que no tengan que sufrir su misma suerte.

Con la colilla enciende el otro cigarrillo. Siente que el humo le calienta el cuerpo por dentro y le borra los pensamientos de desesperanza. De pronto se le ocurre que el compadre Alejo le puede prestar unos paquetes de cigarrillos, así sean esos Astoria que poco le agradan, le parece que usan el peor tabaco para su elaboración. Tendrá que caminar más de media hora para llegar a la morisca, otra finca de Don Esteban, que se encuentra en la parte alta de la montaña y donde jornalea toda la semana el compadre Alejo… no me queda otra salida -piensa mientras se lleva de nuevo el cigarrillo a la boca, cierra los ojos, aspira y disfruta el aroma del tabaco que se impregna en cada uno de los poros de su cuerpo.

La última vez que se vio con el compadre Alejo fue cuando el patrón los mandó a llamar para informarles que debido al verano tan largo, era necesario turnarse por días el pequeño hilito de agua que baja por la cañada, se recoje en un estanque de cemento y sirve para el riego de sus parcelas.

-¡Lunes y miércoles para los prados de Alejo! ¡Martes y viernes para el cultivo de Remigio! ¡Jueves y sábado para mí; con eso sostengo la siembra que tengo en la falda con mis dos hijos!

Esta orden deja muy mal parado a Alejo pues tiene unos cortes de tomate recién sembrados y la urgencia de agua para riego es mayor.

¡Si no llueve en estos días se nos jodieron las cosechas! -Sentencia don Esteban muy preocupado- Respeten los turnos del agua, No quiero más problemas –ordena malhumorado y se retira del corredor con el sombrero en la mano-. Alejo me mira como si yo fuera el de la idea de racionar el suministro de agua. ¡Nadie sabe con la sed que otro vive! -piensa Remigio- y emprende el viaje al rancho muy taciturno.

Deben ser como las tres de la mañana -calcula Remigio-. Tengo que dormir un poco. Mañana perderé más de dos horas en ir y volver a la morisca a buscar los cigarrillos. Dicho esto apaga la colilla contra el piso y sopla la vela para quedar en tinieblas.

Abrió los ojos abiertos cuando escuchó el ladrillo de un perro, -seguramente levantó un conejo-, pensó. No supo a qué horas lo venció el sueño, pero por el cansancio, el sudor y la pesadez en el cuerpo sabía que fueron pocas. Comprobar que ya no tenía cigarrillos lo puso de mal humor; buscó en bolsillo del pantalón y en la camisa a sabiendas de que ya se los había fumado todos. A falta de lomo…-mascullo en voz baja- con un ligero temblor en las manos encendió dos colillas para calmar la urgencia de saborear algo de nicotina.

Con prisa se cambió, se tomó una totuma de guarapo de panela y salió al patio; por la posición del sol supo que eran las seis de la mañana. Cerró con fuerza el portillo de la cerca para evitar que se metieran las vacas a los prados y cogió con prisa el camino que asciende hasta la morisca. Por los cerros se empieza a notar el daño que está causando el verano; el día soleado y el cielo azul sin una nube eran señales preocupantes.

-Buenos días comadre, que tal la familia, ¿Se encuentra el compadre Alejo? Saluda Remigio jadeando por el cansancio. Siente que hizo casi al trote el recorrido, se recuesta en el portón para reposar un poco.

- ¡Huy compadre, me asustó!

-¿Y ese milagro de verlo por acá?, siga y se sienta; ¿le sirvo un cafecito o un guarapito? -pregunta la comadre Emilce.

-Gracias comadre, vengo de afán a pedirle un favor al compadre. Es urgente. Prefiero ir a buscarlo pues tengo que regresar pronto. -

¡Tranquilo compadre, Alejo pasó toda la noche regando el tomate!

¡Óigalo por allá atrás en el corredor! Ya llegó a casa – afirma Emilce.

Remigio apura el pocillo de guarapo que le ofreció la comadre, cruza a grandes pasos el patio hasta alcanzar el corredor trasero de la casa.

–Hola compadre, saluda Remigio con algo de timidez por aparecerse a esas horas de la mañana.

¡Me alegra verlo de nuevo por esta casa!, -saluda Alejo mientras mientras acomoda el azadón y el ramillón encima de unos costales de fique y le estrecha la mano. ¿Cómo me lo trata el verano? Acomódese por ahí –ordena Alejo- y le señala unos bultos de abono. Yo no he podido dormir estos días. Esto está muy arrecho, estoy regando el tomate en las noches para que le aguante un poco más el agua; parece que san Pedro nos olvidó por completo.

-Pues verá compadre –murmura Remigio rascándose la cabeza bastante inquieto - Ahora mismo debería estar regando la cebolla, pero tuve que subir a la carrera para que usted me haga un gran favor. Si quiere yo le pago con jornales, pero cédame unos cuatro paquetes de cigarrillos. Se me acabaron los que traje para la semana y solo puedo bajar al pueblo hasta el sábado por la tardecita.

-Huy compadre no me diga que se pegó tremenda caminada para buscar mis cigarrillos Astoria que para usted son pura yesca -comenta en tono burlón Alejo-.

-Compadre, usted sabe lo que es este berraco vicio, estoy con dolor de cabeza, en la madrugada se me acabaron los cigarrillos y necesito fumarme uno cuanto antes. Me quedé dormido como a las tres y media de la madrugada y empecé a soñar que estaba encerrado en una cuarto con llave repleto de cigarrillos de toda clase pero sin un fosforo ni una mechera con que encenderlos, era tanta la desesperación que resolví llenarme la boca de cigarrillos y mascarlos para calmar las ganas de fumar; me desperté aturdido y con el corazón a salírseme del pecho. Me tocó recoger las colillas que había tirado al piso en la noche para sentir algo de alivio. ¡Présteme esos cigarrillos compadre! – imploraba tembloroso Remigio- ¡Cóbreme los jornales que quiera!

Tranquilo compadre, vamos a la cocina y se los busco. Es más, le voy a regalar como seis paquetes que me quedan. Ya no los necesito. El día que el patrón nos llamó para cuadrar los días que nos tocaba la gótica de agua, fue tanta la rabia que llegué a la casa, tiré la mochila con los paquetes de cigarrillos en la mesa de la cocina y juré no volver a fumar jamás y hasta el sol de hoy… mira al cielo y se santigua para alejar cualquier tentación.

Remigio quedó con la boca abierta, no joda compadre, es de no creer, después de fumarse dos paquetes diarios, dejarlo así de una… yo me muero en dos días; recoge con urgencia la mochila de los cigarrillos que la comadre Emilce le acerca al grito de Alejo.

Remigio saca un paquete de cigarrillos, rompe con los dientes el papel celofán y se lo pasa varias veces por la nariz como si quisiera absorber todo el contenido de la nicotina que trae el paquete. Saca un cigarrillo, lo pone entre los labios y agarra del fogón una astilla encendida para prenderlo. EL calor que irradia el tizón le sube por la cara; siente estremecer su cuerpo y como si viera una película, empiezan a pasar por su cabeza imágenes de su vida desde que era muy joven, cuando empezó a fumar los primeros cigarrillos (recuerda que lo hacía más por rebeldía con sus padres que por gusto), imágenes de su primera visita a un burdel en las que fuma con desesperación después de hacer el amor pues el cigarrillo le sirve de excusa para aislarse y evitar toda conversación; imágenes pegado a un cigarrillo el día en que se casó, el día que nacieron sus hijos y el día que, en el pueblo de la cruz, lo echaron de la policía porque se negó a perseguir como si fueran bestias a unos labriegos que eran señalados como enemigos del gobierno. El cuerpo le ardía y seguían pasando una a una las imágenes de las noches de desvelo en las que lo atormentaban sus desgracias, era consciente de no haber hecho nada en la vida y todo eso le producía las ansias de fumar.

Remigio sintió vergüenza, ganas de llorar y de maldecir al mundo por su suerte. Como si estuviera en trance lanzó la mochila al patio, restregó contra el piso el cigarrillo que tenía en la boca, miró a los compadres y con toda la resolución del mundo gritó: ¡Asi me encuentren muerto, por la memoria de mi madre, a partir de hoy no me fumo ni un puto cigarrillo más!

Nunca había sido tan largo el camino de regreso a casa.